Este es el peor momento para estar vivos. Nunca antes en la historia habíamos podido ver, en directo, lo que pasaba en cada lugar y en cada habitación del planeta, en todos los estratos, famosos o desconocidos, idiotas y no tanto. Pero ahora no solo sabemos cómo decoran las casas o qué sartén usan, también sabemos que existe gente como cualquiera (de hecho, un montón) que tiene robots que les hacen los mandados, autos que manejan solos, perros con disfraces y hasta posibilidad de ir al espacio. Pero no tenemos acceso ni de cerca a algo de eso y lo que hacemos es mirarlo por teléfono mientras hacemos la fila para la caja del súper, como si viéramos una película futurista, aunque en realidad seamos contemporáneos. Todo eso está acá nomás, a un par de horas, en términos objetivos. Y así es como más allá de lo que pase en las oficinas de Tesla, si hoy me rompo el brazo, me van a poner una férula como hace 40 años, porque nada cambió demasiado. Excepto ChatGPT y otras proezas de la inteligencia artificial (que amenaza con eliminar mi trabajo) y los celulares, que nos sacan muchísimo tiempo de vida útil bajo la promesa de ahorrarnos, justamente, eso. Por cada hora que ganamos en hacer un trámite online, perdemos tres horas mirando reels.
Es verdad que no todo en redes es tan Volver al Futuro, porque (algoritmo mediante) también podemos ver a personas tullidas —y su historia de rehabilitación— o videos de cómo un dron persigue a un fulano hasta matarlo adentro de su casa en un barrio pobre de Oriente. También la red nos muestra que en Estados Unidos hay adictos al fentanilo que se doblan al medio cuando están “arriba”, en un movimiento que ni en diez años de yoga podrías conseguir, y que el gobierno los concentra en barrios de indigentes donde viven en carpas en vez de en villas y bla bla bla. Esto no explica ni anula el bombardeo de imágenes permanentes, en todo momento del día, de ciudades desarrolladas y modos de vida que nos distancian cada vez más de lo que alguna vez nos habíamos pensado y sentido parte como civilización.

Todo es limpio, todo es nuevo, todo es caro. Las películas que pretenden ser realistas dejaron de tener sentido hace rato. En Druk, por ejemplo, un grupo de profesores de secundaria se junta a festejar un cumpleaños de cuarenta en un restaurant tipo Aramburu. En Breaking Bad, el paquero de Jesse Pinkman, vendedor de anfetas, vive en una casa con patio y tiene una barredora automática (protagonista de uno de los capítulos, en 2013), que compró mucho antes de que llegaran de manera legal a Argentina, donde sigue hoy siendo medio cheto. Estos detalles los tomé, en su momento, como pequeñas licencias del guionista, incongruencias para ensalzar la historia. Pavadas audiovisuales que te recuerdan que hay que entrar en la ficción cueste lo que cueste, aunque no sepamos por qué nadie carga nafta después de una persecución.
El Coto de Mar del Plata intentó ponerse a tiro con un robot que podría haber sido novedad en el 98, casi al mismo tiempo que en Nueva York mataban a un CEO con un arma fabricada con una impresora 3D.
Gracias a ese crimen, muchos nos enteramos de la existencia de las armas “fantasma”, que se imprimen con una máquina que se puede tener desde hace añares en una casa común. En Argentina estas impresoras 3d se compran casi exclusivamente en el sector industrial (o los que buscan poner un comercio y vender objetos diseñados a pedido), y nunca por diversión porque los cartuchos de plástico salen tan caros que te desaniman hasta para cometer un ilícito. No hay que ser una luz para usarlas, solo darse un poco de maña: se bajan los planos por internet y se las pone a imprimir lo que sea. Aun así, actualmente acá son rarezas.
Por un lado, me alegra que casi nadie en el país tenga la posibilidad de hacer pistolas fantasma y ensamblarlas, porque andá a saber cómo termina la historia. Pero al mismo tiempo me preocupa la situación contraria: que ni siquiera nuestro hampa tenga acceso, porque es un producto demasiado lejano a nuestro nivel de vida y cultura, que se está poniendo cada vez más rudimentaria. Una diferencia que profundiza esta sensación de distancia y vacío, algo así como un FOMO* del primer mundo.
Lo que sí tenemos en común, para poner un poco de contraste, es la decadencia del sistema sanitario, más en boga que nunca por el CEO muerto y su ejecutor, que nos recuerda que la medicina es lo peor que tiene Estados Unidos después del queso cheddar. Basta mirar los realities de salud en Discovery para agradecer, con ganas, haber nacido acá.
La cartelización de las prepagas locales es una especie de anticipo de las “aseguradoras” estadounidenses de las que ahora somos todos expertos gracias a Luiggi Mangione, el asesino del momento devenido en justiciero del pueblo. Todos celebraron la atrocidad, sencillamente, porque la víctima no despertaba ninguna empatía (y me incluyo). Me da culpa cristiana porque vi —como todo el resto del planeta— el momento exacto en que se caía muerto y no sentí nada.
Una teoría sobre el móvil que llevó a Luiggi a matar al director de UnitedHealthcare es que le habían hecho una cirugía innecesaria para curarle el dolor de espalda, y esa misma operación lo condenaba a una vida de tratamientos carísimos en la prepaga, incluso siendo él un chico de clase alta sin ningún problema argentino. Fue así que empezó a buscar medicina alternativa y se le descuajeringaron los pensamientos, que hasta ese entonces habrían sido totalmente normales. No es poco verosímil, en el contexto yanqui, donde hacen desastres en el quirófano: a Ricardo Fort le hicieron de todo en la columna por mucho menos; solo quería ser más alto.
Luiggi se convirtió en un vengador misterioso (encapuchado, anónimo) de las víctimas del sistema de salud liberal, para transformarse algunos días después en un vengador hiperfamoso que además está bastante fuerte, se viste correctamente y tiene conciencia ecológica (dato que se desprende de su huida en bici eléctrica). Fue una estrella desde el minuto cero en que le puso tres balazos a un tipo cuya muerte se sintió ilegal pero no injusta, y se hizo leyenda en menos de una semana, empujado por sus abdominales marcados y el universo online que inventó la mejor narrativa posible, alimentada por fanfics, chistes y análisis de la “huella digital” (online, no digital de los dedos) .
Desde que encontraron a Luiggi en un McDonald's, los chiflados de twitter rastrearon las fotos que publicaba, los comentarios que hacía en redes, las opiniones en Letterboxd, las playlists en Spotify, búsquedas en google y un montón de datos que les permitieron armar en 24 hs el perfil psicosocial del chico.
Ahora hay que esperar la contrarespuesta, suponiendo que haya grupos que pretendan levantar la imagen del finado CEO y bajar la de su killer, que hoy tiene estatus de actor de Hollywood. Ya empezaron las operetas (noticias en contra de la familia de Mangione) y algunos influencers trataron de humanizarlo, hablando del tipo como “hombre de familia”, sin resultado. Lo peor para defender a alguien es decir que “tenía hijos” (en vez de deicr que no era un delincuente) un reconocimiento casi absoluto de culpabilidad. Así las cosas, todo el asunto de Luiggi tiene el mismo aire de familia con el restorán de Druk, la barredora de Jesse Pinkman y los reels del robot de Tesla, algo tan distante que parece producido con exageraciones del director.
Adiós.
PD: Otra persona que se hizo muy famosa estos días por motivos extraños, no tanto como Luiggi, fue Lily Philips, una actriz porno inglesa de 23 años que trabaja en OnlyFans. Lily hizo una convocatoria para garcharse a cien de sus seguidores en solo 24 horas, un challenge para el que hizo un casting online y que luego convirtió en un documental. La regla para para participar era tener más de 18 años, presentar DNI, usar forro durante el acto y no exceder los 5 minutos de acción. Lo que se viralizó no fue la parte sexual, sino el testimonio de la chica post-hazaña donde contó, con los ojos colorados de “too much cum”, que en un momento su cerebro se había disociado. Solamente se acordaba de diez caras de los cien hombres y, con varios tipos, había perdido totalmente el control; hicieron con ella lo que se les cantó. La voz, la mirada y la gestualidad del relato provocan ganas de llamar al 144, darle una bolsa de hielo, un té y un abrazo (porque ya estaba duchada y cambiada). No hay forma de evitar sentir algo feo y barbárico durante todo el relato, aunque sin juzgarla (quizás solo estaba cansada y dolorida). El asunto, por supuesto, le dio de comer a todas las que tienen que hacer una columna o decir algo en Twitter sobre agenda feminista y debatir la prostitución. Gracias, Lily, por el contenido. Ahora va por los mil garches en 24 horas, porque ella se sacrifica por todas nosotras.
🚩
🚩
🚩
Pero hay más señales del fin de la cultura
Se le escapó el patrullero en Temperley: Policía no supo ponerle "freno" a una situación
Jesús María: una madre denunció al colegio de su hija porque no fue abanderada
Hombre desnudo que camina en cuatro patas se enfrenta a otro sujeto en España
“Willy Wonka”, el inspector municipal y stripper que vendía drogas sintéticas
Sos muy genia. Re boludo mi comentario pero bué
2 cosas:
1. Me hacés reír.
2. Tus pecas en la foto de perfil. :-)