Hay una variante fatídica que rompió con el “horizonte de previsibilidad” del verano 2024 y que marcó un hito en el abanico de tragedias habituales que pueden ocurrir en las vacaciones.
Desde hace ya muchos años es bien sabido que en cada temporada alguien muere en la playa a causa de un cuatriciclo, un rugbier deja en el cajón a algún muchacho y una tormenta provoca una fatalidad. Con estos grandes temas anclados al calendario, se lograba, históricamente, garantizar un piso de tres a seis días de información relevante en el marco de un mes interminable para cualquier periodista de “Interés General”.
El destino elegía a los turistas que se iban a convertir en mártires de la sección “Sociedad” y lo hacían de manera espectacular -atravesados por un rayo, fracturados en un médano- escalando en lo inaudito de su muerte y llevando contenido de calidad a quienes narraban su último suspiro desde el cemento caliente de la ciudad. Un mix de noticia, morbo y servicio: impecable. La muerte violenta de un turista lleva una agradable brisa fresca a las redacciones.
Pero este verano fue especial y parece anunciarnos algo importante: nos enrostra la fragilidad del ser humano hundiéndolo con fuerza en el agua. Un acto simple, poético y matón.
Así fue como los periodistas que envían cables desde la costa se quedaron sin cuatris desbarrancando con niños al volante, no tuvieron gente atropellada por chatas (¡qué decepción Pinamar!), nadie tuvo una excusa para salir a defender los valores del rugby, las palometas del Paraná se fueron a algún lugar más fresco, la gran tormenta fue un recurso que se quemó en diciembre.
En cambio, se murió un montón de gente ahogada en lugares totalmente pavos. En promedio, una persona por día se metió al agua en estos meses, con total confianza, en zonas muy conocidas, para salir tiesas, flotando boca abajo con los labios azules como el mar. Otras, ni siquiera fueron encontradas.
Mina Clavero se convirtió en la capital nacional del río letal. Córdoba jamás había tenido un balneario tan engualichado. Se lo conoce como un punto turísticamente feo pero accesible, que atrae a miles de bañistas. Cada tanto alguno cae en la trampa del “arroyito” y casi siempre -según los cordobeses- es una persona oriunda de Buenos Aires, que fallece por una combinación de arrogancia y desconocimiento. Así nos ven.
Pero no. Esta vez el fenómeno también abarcó a personas de la provincia, terminando con el mito de que sólo los porteños se ahogan por nabos. No conozco Córdoba debido a mi fobia al “hombre borracho de fernet bailando cuarteto con olor a Axe y camisa transpirada”, un prejuicio bestial en el que estoy trabajando. Pero con estas aguas maldecidas, se me hace aún más difícil.
En el mar, la historia comenzó con la muerte de una pareja en el balneario Marisol, el mismo donde Maradona veraneaba hace algunos años y sacó a los tiros a unos paparazzis. Este verano en Marisol un hombre quiso salvar a su familia, que había quedado atrapada en un “chupón” en el mar, y terminó muerto al igual que su esposa. No están solos: les siguió un grupo de hombres en Pehuen Co, otros dos en Cariló (muchos fantasean con “Secreto en la montaña” versión Waterworld), uno desapareció en Claromecó (crédito parcial. sospechamos un suicidio), y no se cuantos más. En la Patagonia un muchacho quiso salvar a sus sobrinos del agua y terminó él sin vida. Se convirtió en algo bastante común el hecho de que alguien se mande a salvar a otro, sin tener ni idea de lo que está haciendo, y termine por complicar el escenario, ahogándose y arruinando las vacaciones.
Algunos entraron a pie, otros con kayak. Sólo en enero se ahogaron 46, en un conteo más o menos oficial. En febrero siguió la tendencia en alza.
En algún momento de la historia, la naturaleza -especialmente el agua- generaba miedo o respeto, y no había que ser marinero para conocer algunos riesgos básicos: eran sabidos los peligros silenciosos de los arroyos y de las aguas tramposas del mar. En algún lugar lo aprendimos y no fue en la universidad: quizás fue en una conversación de sobremesa, en alguna noticia de la tele o en el grito pelado de un padre que, desde la orilla, señaló una impericia y marcó a fuego la advertencia:
- “Hasta ahí, está picado”.
Los adultos nos enseñaban a no ahogarnos, a nadar por debajo de la ola, a entender qué significan las banderas y a percibir cuándo el tema se pone peliagudo. Aprendías que el agua dulce hace que flotes menos, que las crecidas se dan en segundos y que no hay que acampar cerca. En una laguna te podés quedar enredada con las algas y el fondo es de barro pegajoso. El mar en retirada tiene mucha fuerza, así que mejor no meterse a bordo de un cocodrilo inflable. Las tosqueras: una ruleta rusa de arenas movedizas.
¿Se terminó la transmisión de conocimientos relevantes? ¿La cultura oral es el pasado? ¿Cómo hacés para morirte en un arroyo de Mina Clavero o en Pehuen Có? Es re fácil salir vivo de estos lugares.
Demasiada confianza, demasiada autoestima, poca percepción de las limitaciones del ser humano frente a lo indomable. Personas adultas, de espalda colorada y tatuaje arratonado, que entran al agua mientras la marea los espera maliciosamente, con sus olas bajitas y furiosas que les pegan detrás de las rodillas, las derrumban y las llevan arrastrando sin darles ningún margen de acción, convirtiéndolos en un cuerpo inútil que se raspa contra el fondo para, en el mejor de los casos, despedirlos a la orilla con cara de espanto, short corrido y respiración agitada.
Van y se meten de nuevo.
¿Podemos culparlos? No se puede pensar en lo que no se sabe, ni temer a lo que nunca fue escuchado. Construimos el mundo inteligible con el lenguaje, que hace que las cosas existan recién cuando se les pone un nombre. Cuando no hay palabra, no hay nada. Si el lenguaje es chico, el mundo que se conoce también lo es.
Qué difícil debe ser moverse así, criados en el silencio (o en el ruido que no dice), en una realidad tremendamente hostil, donde cada día implica muchísimas operaciones mentales para salir ileso.
En el camino, le arruinan las vacaciones al resto y generan un montón de trámites velatorios. La escena de un ahogamiento es, además, vergonzante. Todos están en traje de baño mirando la escena, con brazos en jarra.
En este contexto se extrañan los padres que le daban a los hijos de siete años las llaves de un cuatriciclo, porque al menos no lo hacían por bobos sino por el deseo inconsciente de matarlos. Ahora no parece haber siquiera una intención oculta detrás, solo una prueba más de que estamos atravesando la era de los idiotas, del simplismo y la radicalización.
No hay más adolescentes rebeldes ni viejos sabios. El oscurantismo marca la agenda y lo que empezó como falta de comprensión lectora -una brecha educativa denunciada desde que tengo uso de razón- siguió como se esperaba: fake news, baits, comentarios tarados, personas incapaces de distinguir lo falso de lo real.
¿O me equivoco y es intencional? Quizás se trate de un gran inconsciente colectivo que manifiesta, con el cuerpo, algo mucho más grande: un sentimiento de asfixia generalizado, el inicio de la autodestrucción de la especie. O un nanobot, o un experimento social, o un culto, ya ni sé.
…
Pero hay más señales del fin de la cultura. Varias.
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La lista sigue.
Adiós
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